viernes, 12 de julio de 2013

LAS MALAS PALABRAS

LAS MALAS PALABRAS
EL TABÚ EN EL LENGUAJE

José López Mauricio

“En nuestro lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin contenido claro, y a cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones. Palabras malditas, que solo pronunciamos en voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos”.   Octavio Paz

Dice un chiste que las malas palabras son aquellas que les pegan a las palabras pequeñas. Con el nombre de “malas palabras”, “palabrotas” o “lisuras” se conoce a un conjunto de vocablos prohibidos y censurados, pero, ¿qué son en realidad las “malas palabras”?, ¿qué significan?, ¿debe prohibirse su uso?, ¿qué actitud deben asumir los padres y docentes frente a este vocabulario?

EL ORIGEN DEL TABÚ

Lozano (2003, p. 31) explica que el tabú lingüístico se manifiesta “cuando se considera indecente y censurable pronunciar ciertas palabras ‘soeces’, relacionadas, por ejemplo, con la vida sexual o ciertos procesos digestivos. Sin embargo, no es mala la cosa en sí misma, sino la palabra que la designa; por eso, el tabú se vence designando la misma cosa con otra palabra que, entonces, adquiere una categoría eufemística”.  Igualmente, Cáceres (1998, p. 18) sostiene que palabras como pajarito, cosita, etc., se crean cuando se considera vergonzoso designar a los genitales, en lugar de nombrarlos apropiadamente. La observación de ambos autores corresponde al espacio familiar, cuando algunos padres piensan que así conservan la inocencia y pudor de sus hijos, y les ordenan, tácita o explícitamente, desterrar los nombres auténticos de su propio cuerpo.

Otro espacio donde se presentan las “malas palabras” es en la interacción agresiva entre adultos, donde el lenguaje sirve para el insulto. Espinoza (2001) observa que la agresión verbal la “podemos hacer de muy diversas maneras, utilizando formas sutiles, disfrazadas, apoyándonos exclusivamente en el tono de nuestra voz o usando palabras especializadas en herir, sobajar y/o lastimar a las personas, es decir, haciendo uso de las llamadas ‘malas palabras’ o groserías”.

EL REPERTORIO AGRESIVO

El diccionario de la RAE define lo soez como “bajo, grosero, indigno, vil”,  y entre las palabras comprendidas con la calificación de soeces, generalmente convertidas en interjecciones, entre las más ofensivas y desperdigadas en contextos vulgares, tenemos:

Mierda: (del latín merda) Excremento humano y de algunos animales. Coloquialmente, es la “grasa, suciedad o porquería que se pega a la ropa o a otra cosa. Cosa sin valor o mal hecha”. También se utiliza para calificar despectivamente a una “persona sin cualidades ni méritos”. Como interjección vulgar “expresa contrariedad o indignación”. El diccionario registra la expresión ‘vete, idos, etc. a la mierda con el significado de vete a paseo’. En nuestro entorno, cuando oímos que un sujeto envía a la mierda a otro, lo que le dice es que no le da importancia a lo que ha hecho o dicho. El eufemismo de ‘mierda’, por parentesco fonético, es miércoles.

Carajo: (de origen incierto) Según el DRAE, carajo es el miembro viril, aunque en realidad este significado es totalmente ajeno en nuestro entorno. En lo que sí hay correspondencia con lo registrado es la expresión coloquial que “denota enfado o rechazo”, “negación, decisión, contrariedad, etc.”. Es una interjección usada “para expresar disgusto, rechazo, sorpresa, asombro, etc.”. Sus variantes eufemísticas son caramba y caray. Una explicación difundida en Puerto Rico sobre el origen de ‘carajo’ indica que durante la colonización española algunos tripulantes pagaban el viaje desde España a través de su trabajo en la embarcación; estos eran enviados a un cesto, llamado carajo, en lo alto del mástil para que cumplan la función de vigías y, ahí, debido a su escasa adaptación al mar, padecían mareos y vómitos. De modo, que cuando alguien era enviado al carajo equivalía a enviarlo a sufrir variados trastornos.

Concha de tu madre: Literalmente significa “vagina de tu madre”, y es el insulto más grave que se puede proferir.  Denegri (2005, p. 28) explica esta expresión vulgar en una de sus variantes: la forma conchetumadre es la abreviación de la frase exclamativa ¡Ándate a la concha de tu madre! Y cuando se le insulta a alguien con esta frase “lo que en realidad le estamos diciendo es que tenga acceso o cópula carnal con ella […]. Estamos, pues, incitándolo a que viole el tabú universal del incesto entre madre e hijo; violación que se juzga gravísima. Por eso resulta tan ofensivo el improperio.” Y agrega que el uso ha convertido esta expresión en simple insulto “por haber perdido este término la connotación de ayuntamiento entre madre e hijo”, de modo que incluso se le oiga entre riñas de mujeres. Valle informa que la “mentada de madre” tiene dos formas: “la española o universal que le atribuye a la madre del enemigo ocasional un oficio convencionalmente infamante (es decir, de prostituta); y la manera peruana, curiosísima, porque en realidad no insulta a la madre del sujeto, sino que, más bien, valiéndose de una metáfora algo vulgar pero muy lograda expresa el deseo de que el adversario regrese a sus orígenes, es decir, que le hubiera sido mejor no haber nacido”.

Al igual que las anteriores expresiones, otras que integran un vocabulario grotesco y obsceno son las que se refieren generalmente a los genitales y a los actos sexuales, y sus denominaciones, aunque algunas son comunes en Hispanoamérica, varían en sus formas y matices de significado en los distintos países. Este léxico, cuyo listado incluye hijueputa, malparido, maricón, boludo, etc., es frecuente en estratos vulgares y en ámbitos militares donde prima la rudeza física y verbal entre varones. Lamentablemente, gran parte de periódicos y programas televisivos difunden este vocabulario sin buscar una reflexión sobre su pertinencia o explorar la riqueza formal de nuestro idioma.

LA TENSIÓN DESCARGADA

Cuando un niño emplea palabras que le han sido prohibidas no solo sentirá la culpa de una desobediencia ominosa sino que a veces puede ser castigado con el rigor implacable de los adultos que desean de ese modo encauzar su decencia. Sin embargo, Heriberto Tejo, en un cuento infantil titulado “Historia del soldado que ganó la guerra”, narra la graciosa historia de un soldado “pedorro” –una ‘mala palabra’–, cuya copiosa flatulencia, ocasionada por haber comido frijoles, le sirvió como arma fulminante contra el ejército enemigo. Este sencillo cuento con seguridad provoca más  que sonrisas en el infante lector porque encuentra la complicidad del autor en su trasgresión al usar la palabra prohibida. Los niños encuentran placer en la osadía de vulnerar las restricciones lingüísticas.

Valle (citado por Lozano 2003) explica que en el caso de los adultos, las palabras soeces, con frecuencia presentes en conflictos airados, sirven para la “descarga emocional o –si queremos– limpieza del subconsciente. A veces una lucha verbal de groserías impide enfrentamientos físicos. […] Las lisuras descargan y alivian frecuentemente ese cúmulo  de tensiones”. Por su parte, Espinoza (2001), refiriéndose en general a los insultos, señala que “las groserías representan una válvulas de escape para la tensión por la que pasamos, al insultar descargamos a tal grado nuestro enojo, nuestra impotencia, nuestro dolor, que se podría decir que el insulto puede cumplir también una función catártica en el ser humano”.

EL TRATAMIENTO EDUCATIVO

En los eufemismos domésticos que sirven para referir a los genitales, a las excreciones o los procesos digestivos, es necesario utilizar las palabras con propiedad. La diferencia entre un niño que dice “quiero hacer pipí” y otro que dice “quiero orinar” es que mientras una expresión corresponde al falso candor y prejuicio que sume en el oscurantismo, la otra denota la libertad en el uso del lenguaje que promueve la confianza y el conocimiento. Debemos emplear el lenguaje en su plenitud y desacralizar aquellas que fueron proscritas por un ingenuo sentido moral, y expresarnos con la propiedad que nos brinda el conocer realmente lo que somos y lo que nos rodea.

Con respecto a las palabras insultantes, dice Martha Hildebrandt que cuando las circunstancias ameritan que alguien pronuncie enfáticamente un carajo, esta palabra estará justificadamente bien dicha. Esto es lo que se llama funcionalidad del lenguaje, cuando las palabras desempeñan su papel correspondiente de acuerdo a determinadas situaciones. Barrios (citada por Machado y Ureta, 2002) explica que las palabras procaces, “desde el punto de vista de la sociolingüística, no se puede ignorar que son una marca de informalidad y que hay situaciones en que es adecuado usarlas y otras en que no lo es”. No obstante estos argumentos, no se trata de que estos términos se empleen como muletillas, pues se presentan casos en que algunas personas o desconocen el significado de las palabras o simplemente su excesivo uso los ha despojado de su fuerza agresiva y los emplean como si fuesen vocativos. El vocabulario soez no debe ser elogiado ni por los padres ni por los docentes, ni tampoco deben estos agobiarse vanamente en desterrarlo. Como aconseja Valle, “mucho más práctico y beneficioso resultará discutir con ellos sobre el punto, para sacar las respectivas conclusiones”.

En síntesis, si se trata de los eufemismos infantiles que sustituyen a las palabras “malas”, quienes educamos debemos emplear las palabras apropiadas. Si se trata de los términos insultantes, debemos evitar este vocabulario, tanto en espacios formales como informales, y utilizar un lenguaje educado y asertivo. Los adultos debemos recomendar a los jóvenes, sobre todo si son estudiantes universitarios, que utilicen un código adecuado al contexto, buscando un nivel formal y decoroso. Al abordar el repertorio procaz en el hogar o en el aula, no se pretenderá aprobar el uso de un vocabulario vulgar, sino de indagar su sentido, reconocer su función perturbadora y, solo mediante la reflexión, podremos orientar el uso de nuestra lengua, amplia y magnífica, hacia una expresión respetuosa que nos permita una fraterna comunicación.

Referencias bibliográficas
Cáceres, A. (1998). Tonterías que se dicen del sexo. Lima: San Marcos.
Denegri, M. A. (2005). Léxico obsceno. En: Domingo. La revista de La República. Lima, 27 de febrero; pág. 28.
Espinoza, M. (2001). Algo sobre la historia de las palabrotas. En: Revista Razón y Palabra. México, octubre-noviembre. N.º 23.
 Recuperado de:
http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n23/23_mespinosa.html
Lozano, S. (2003). Los senderos del lenguaje. 4ª edic. Trujillo: Páginas Libres.
Machado, E. y Ureta, M. (2002). Aproximación al tabú de las malas palabras. En: Boletín de la Academia Nacional de Letras. N.º 11. Uruguay, enero – junio. Recuperado de:
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/notas/malas_palabras.htm 

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